El único destino

Alexandra Diaz

Book - 2016

Jaime is sitting on his bed drawing when he hears a scream. Instantly, he knows: Miguel, his cousin and best friend, is dead. Everyone in Jaime's small town in Guatemala knows someone who has been killed by the Alphas, a powerful gang that's known for violence and drug trafficking. Anyone who refuses to work for them is hurt or killed--like Miguel. With Miguel gone, Jaime fears that he is next. There's only one choice: accompanied by his cousin Angela, Jaime must flee his home to live with his older brother in New Mexico. Inspired by true events, The Only Road is an individual story of a boy who feels that leaving his home and risking everything is his only chance for a better life. It is a story of fear and bravery, love and... loss, strangers becoming family, and one boy's treacherous and life-changing journey

Saved in:

Children's Room Show me where

j468.65/Diaz
1 / 1 copies available
Location Call Number   Status
Children's Room j468.65/Diaz Checked In
Subjects
Published
New York : Simon & Schuster, Paula Wiseman 2016.
Language
Spanish
Main Author
Alexandra Diaz (author)
Item Description
Translation of: The only road.
Physical Description
312 pages ; 20 cm
Bibliography
Includes bibliographical references.
ISBN
9781481484411
Contents unavailable.

El Único destino (The Only Road) CAPÍTULO UNO De la cocina vino un grito penetrante. El lápiz de colorear verde se le resbaló de la mano haciendo una raya sobre el dibujo de una lagartija que había casi terminado y en el cual Jaime Rivera llevaba trabajando casi media hora. De un salto, se puso de pie, lo cual hizo que se sintiera mareado a consecuencia de la fiebre que no le había permitido ir a la escuela esa mañana. Su visión demoró unos segundos en aclararse mientras se agarraba de la ventana sin cristal en la cual ya no estaba la lagartija que le había servido de modelo. Respiró profundamente antes de irrumpir en la cocina. El llanto sonaba más fuerte. No, no, no, por favor que no. De ninguna manera podría ser, pensó. Tenía que ser otra cosa. --¿Qué...?--Jaime paró en seco. Mamá estaba desplomada sobre la mesa plástica llorando en sus brazos. Papá estaba parado detrás de ella con una mano sobre su espalda. Aunque estaba callado sus anchos hombros estaban hundidos y lucía tan afligido como ella. Al oír a Jaime entrar, mamá se incorporó. Tenía el maquillaje negro, marrón y canela corrido en su cara, que siempre estaba perfectamente maquillada. Lo haló hacia ella y lo sentó en sus piernas aguantándolo fuertemente como si tuviera dos años en vez de doce. Los brazos fuertes de papá los envolvieron a los dos. Jaime se fundió en el abrazo de sus padres. Pero solamente por unos segundos. La incertidumbre apretaba su estómago en un nudo. Aquello que él había temido por mucho tiempo había sucedido. Él se había convencido a sí mismo que eso no podía suceder porque él no tenía nada que ofrecerle a ellos. Pero ellos no estaban de acuerdo y lo habían expresado claramente hacía dos semanas. Ojalá que él estuviera equivocado y que no fuera eso. Volvió a recordar el incidente que había sucedido dos semanas atrás cuando su antiguo amigo Pulguita llamó a Jaime y a su primo hermano Miguel mientras ambos caminaban hacia su casa después de la escuela. --¿Qué querrá? --Jaime preguntó entre dientes. --No sé, pero por lo menos está solo --Miguel miró de un lado al otro del camino de tierra antes de cruzarlo. Jaime hizo lo mismo. Por lo que él veía, ellos no estaban por ahí. Miguel paró a unos metros del muchacho. Jaime cruzó los brazos sobre su pecho manteniendo la distancia entre él y el que había sido su amigo. Pulguita se recostó contra una pared deteriorada. Su pelo negro y peinado hacia atrás le daba la apariencia de un niñito tratando de ser como su papá. A los catorce años y sin posibilidad de crecer más era mucho más bajito que Jaime y Miguel, quienes tenían dos años menos que él. Pero su estatura no era la única razón por la cual lo llamaban Pulguita. --¿Qué? --preguntó Miguel apenas abriendo la boca. Pulguita levantó sus brazos en el aire como si no entendiera por qué había tanta hostilidad y se rió. Aun de lejos, el olor a cigarrillo y a alcohol envolvía el aliento de Pulguita. --¿No puede un chico platicar con sus compas? --No --contestaron Jaime y Miguel. No cuando ese chico era Pulguita y se había convertido en uno de ellos. Hasta el año pasado, Jaime y Miguel habían jugado con el pequeño chico sucio. Pero después empezaron a faltar cosas de la casa: primero fueron unos plátanos del patio y tortillas envueltas en un paño, después unos zapatos nuevos y los lápices de colorear de Jaime, que habían sido su regalo de cumpleaños. Jaime y Miguel dejaron de invitar a Pulguita a sus casas y éste se buscó nuevos amigos. Ahora la ropa de Pulguita estaba inmaculada. Desde su camiseta blanca sin mangas y sus pantalones cortos azules de fútbol, hasta sus medias blancas que le ceñían las piernas y sus zapatos Nike; todo era nuevo y limpio. Sacó de su bolsillo su último modelo de iPhone y lo dio vueltas en sus manos cerciorándose de que los primos lo estaban observando. Jaime definitivamente lo notó. El único teléfono que había en la familia pertenecía a tío Daniel, el papá de Miguel. Él lo compartía con toda la familia, pero era un teléfono antiguo que se doblaba a la mitad. Pulguita se dirigió a Jaime con una mueca en sus labios. --Vi a tu mami el otro día cargando una canasta de ropa pesada que había lavado. Parece que la pierna le sigue doliendo. --No metás a mi tía en esto --Miguel se acercó a Pulguita con los ojos brillándole. Éste ignoró la amenaza y siguió jugando con su teléfono. --Sería bueno, ¿no? Si no tuviera que trabajar tanto. Si ella pudiera descansar frente a la tele con la pierna en alto. Ustedes fueron muy buenos conmigo y yo quisiera ayudarlos. --No necesitamos tu ayuda --respondió Jaime aunque estaba intrigado. Mamá era una adolescente cuando se fracturó la pierna y se la habían arreglado mal. Cojeaba poco cuando caminaba pero esta fractura le impedía hacer trabajos en los que tenía que estar de pie o sentada todo el día. Ella ganaba casi nada lavando y planchando ropa para señoras ricas. Papá trabajaba en una plantación de cacao, ganando apenas lo necesario para mantenerlos en una pequeña casita de dos piezas: una para dormir y la otra era la cocina. La letrina, por supuesto, estaba afuera. Si tuvieran un poquito más de dinero sus padres no tendrían que trabajar tan duro. Podrían vivir mejor. Pero no iba a ganar dinero de la forma en que Pulguita les estaba ofreciendo. No valía la pena. ¿Verdad? Pulguita sonrió como si se estuviera burlando de ellos. --Ustedes van a cambiar su llanto. Algún día van a querer nuestra ayuda. Nuestra ayuda. Jaime repetía estas palabras en su mente. Su estómago se le retorció al pensar en lo que Pulguita y sus nuevos amigos esperaban a cambio de su ayuda. --No mientras tus peos no huelan a jazmín --le respondió Miguel. Jaime asintió. No podía hacer más nada. Pulguita se encogió de hombros, marcó un código en su teléfono y se lo puso en el oído. Metió la otra mano en el bolsillo y se alejó con aire arrogante. Jaime había tratado de olvidars la confrontación con Pulguita hasta ahora en la cocina, con su madre llorando y sus padres abrazándolo. Algo estaba mal. Horrendamente mal. Y él tenía el presentimiento de que sabía lo que era. Su cuerpo se puso tenso para poder separarse del abrazo de su mamá, pero esto hizo que ella lo apretara más fuerte. --Ay, Jaime, mi ángel, ¿qué haría yo sin vos? --exclamó entre sollozos. Mamá lo soltó para mirarlo. Sus ojos estaban rojos e hinchados. Su pelo oscuro y rizado estaba mojado y con nudos alrededor de su cara. Jaime le apartó un mechón de pelo de los ojos. Esto era algo que ella le hacía a él cuando era pequeño y estaba molesto. Ella respiró profundamente dos veces antes de mirarlo a los ojos marrones. --Es Miguel. Jaime se levantó del regazo de su mamá. Papá trató de sujetarlo pero él se soltó. Volvió a sentirse mareado al igual que cuando estaba en el cuarto. Miguel tiene gripe. Jaime trató de convencerse a sí mismo. Él mismo había estado bastante enfermo esta mañana. Eso era. Miguel tenía una gripe muy mala. Pero esto no explicaba por qué mamá estaba llorando y lo miraba como si fuera la última vez que lo iba a ver. --¿Qué pasó? --Las palabras casi lo ahogan. Mamá desvió la mirada. --Está muerto. --¡No! --dijo, aunque él había tenido el presentimiento de que esta posibilidad podía ser verdad. No Miguel, su primo hermano valiente, su mejor amigo. --Estaba caminando por el Parque de San José después de la escuela. Y... --mamá respiró profundamente-- los Alfas lo acorralaron. Claro, ellos. Jaime apretó los brazos alrededor de su cuerpo tratando de parar el temblor que lo invadía. El dolor de garganta le hacía muy difícil respirar o tragar. Él y Miguel atravesaban el pequeño Parque de San José dos veces al día yendo y regresando de la escuela. De noche ese parque estaba lleno de borrachos y drogadictos pero de día era bastante seguro pues había siempre mucha gente transitando por ahí. Era seguro. Ya no. --¿Cómo... fueron? ¿Qué? --Le costaba trabajo pronunciar las palabras. Su mente estaba confusa. Mamá volvió a llorar. Como ella no podía hablar, papá contestó: --Seis o siete pandilleros lo acorralaron. Incluyendo a Pulguita. Por supuesto, Pulguita. Y esta era la forma en que el insecto desgraciado inferior los iba a ayudar. Papá continuó: --Hernán Domingo estaba caminando por el parque y lo vio todo. Los Alfas le dijeron a Miguel que él sería una ventaja para ellos si se unía a la pandilla. Pero Miguel dijo que lo dejaran en paz. Entonces comenzaron a golpearlo. --Pará --Jaime no quería oír más. En su mente veía a los miembros de la pandilla Alfa. Algunos grandes y robustos, otros delgados y muy ligeros, y Pulguita tan pequeño como para ser aplastado. Todos golpeando y pateando a Miguel hasta que cayó a la tierra. Si él hubiera podido estar con Miguel . . . --No había forma de pararlos --papá continuó como si hubiera sabido lo que Jaime estaba pensando. --Si Hernán o alguna otra persona hubiera tratado de interferir, le hubieran dado un tiro en la cabeza como hicieron con José Adolfo Torres, Santiago Ruiz, Lo... Jaime dejó de escuchar. Él sabía los nombres de aquellos, muchachos mayores que habían ido a la escuela con él, otros, hombres con esposas e hijos. Aquellos que habían enfrentado a la pandilla, y que ahora estaban todos muertos. Muertos, como Miguel. Su primo había pasado por la casa esa mañana. Estaba emocionado con su tremenda sonrisa torcida por la beca que había conseguido para estudiar en la prestigiosa escuela prevocacional que estaba en la ciudad a veinte kilómetros de ahí. Siempre quiso ser un ingeniero. El disgusto que sintió cuando se enteró de que Jaime estaba enfermo y que no podía caminar con él a la escuela desapareció cuando sacó cuenta de todas las personas a las cuales les iba a contar la buena noticia. Una culpa se encendió como fuego por su pecho y no pudo respirar. ¿Por qué Miguel? ¿Por qué no él? Sintió que se ahogaba en la cocina aún cuando una brisa húmeda entraba por la ventana sin cristal. Era su culpa. La pandilla era muy conocida en este pequeño pueblo de Guatemala y en otros pueblos cercanos. Niños más jóvenes que Jaime estaban adictos a la cocaína que los Alfas les suplían. Los dueños de las tiendas tenían que pagarle a los Alfas por protección, la protección era contra ellos mismos. Protección para evitar ser robados o asesinados si se rehusaban. Ay, Miguel. Jaime se agachó en el piso de tierra y ocultó el rostro entre sus brazos. Si él no hubiera estado enfermo esa mañana. Si él hubiera caminado con Miguel por el parque como siempre. ¿Hubiera podido evitar que los atacaran? Dos contra seis era mejor que uno contra seis. Pero Jaime nunca había sido bueno peleando. ¿Hubiera sido más fácil aceptar lo que le proponían? Vender drogas en las calles, exigir <> a los habitantes del pueblo, asesinar a aquellos que rehusaban o se atravesaban en su camino. No, él no hubiera podido hacer eso como tampoco hubiera podido enfrentarse a los Alfas. Él nunca había sido valiente como su primo. --Mirá --dijo mamá, con un tono de voz cariñoso. Jaime levantó la mirada desde el piso donde se había agachado. Mamá había puesto el café sobre la candela y se había limpiado la cara. Sus ojos estaban aún rojos y se veía cansada y vieja. Le ofreció una taza de café con leche. Como si esto pudiera ayudar. Recibió la taza de cerámica entre sus manos como si fuera un día frio en vez de un día sofocante. Respiró profundamente. Él había estado con Miguel cuando Pulguita había hecho su oferta. --¿Seré yo el próximo? Sus padres no lo miraron. Mamá comenzó a llorar de nuevo y papá sacudió la cabeza. Le habían contestado. --Yo no me quiero morir. Pero tampoco quiero matar a otras personas. ¿Qué puedo hacer? --Jaime le preguntó a la taza de café que sostenía en sus manos como lo haría con unas hojas de té una bruja que te dice el futuro. Ni la taza de café ni sus padres le respondieron. No había nada que él pudiera hacer. Nadie se escapaba de los Alfas. Excerpted from El Unico Destino by Alexandra Diaz All rights reserved by the original copyright owners. Excerpts are provided for display purposes only and may not be reproduced, reprinted or distributed without the written permission of the publisher.