The testament of Mary

Colm Tóibín, 1955-

Book - 2014

A provocative imagining of the later years of the mother of Jesus finds her living a solitary existence in Ephesus years after her son's crucifixion and struggling with guilt, anger, and feelings that her son is not the son of God and that His sacrifice was not for a worthy cause.

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FICTION/Toibin Colm
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Location Call Number   Status
1st Floor FICTION/Toibin Colm Withdrawn
Subjects
Genres
Novels
Christian fiction
Fiction
Published
New York : Scribner 2014.
Language
English
Main Author
Colm Tóibín, 1955- (-)
Edition
First Scribner trade paperback edition
Physical Description
86 pages ; 22 cm
ISBN
9781451692389
9781451688382
Contents unavailable.
Review by New York Times Review

MARY, the mother of Jesus, has given Christianity a good name. None of the negatives that have made Christianity a byword for tyranny, cruelty and licensed hatred have attached to her. She has been free for centuries of the "blame Mom" syndrome, representing endless patience, loving kindness, mercy, succor, recourse. The problem with all this is that it has led to centuries of sentimentality - blue and white Madonnas with folded hands and upturned eyes, a stick with which to beat independent women. In my youth, stores sold items called "Mary-like gowns," which meant you could go to your senior prom looking as undesirable as possible in the name of the Virgin. Colm Toibin's novella "The Testament of Mary" never even approaches the swampy terrain of sentimentality. Consider, for example, the elderly Mary's wish in relation to the Evangelists who persecute her with their insistent visits: "When I look back at them I hope they see contempt." Traveling by ship after the death of her son, she realizes that she longs for a wreck, a drowning. "I had developed a hunger for catastrophe." Contempt. A hunger for catastrophe. She's a lot closer to Medea than to June Cleaver. The writer who assumes the task of making a fictional character of someone whose life took place in history faces particular challenges. When the character's life is a part of "The Greatest Story Ever Told," the ante goes way up. His awareness of these complications leads Toibin to make a deft strategic move at the very beginning of his book by weaving the creation of a text into the structure of his tale. It is, after all, entitled "The Testament of Mary," and the word "testament," which we might be tempted to slide over in our association with its biblical meaning, in fact suggests both the act of witnessing and the preparation of a legacy - usually composed near death. Throughout the novella, Mary is involved in questions of writing. She sees herself as a victim, trapped by men determined to make a story of what she knows is not a story but her life. The making of the Gospels is portrayed not as an act of sacred remembrance but as an invasion and a theft. The Evangelists - which are they? . . . Luke, perhaps, or John? - are portrayed as menacing intruders, with the lurking shadowy presence of Stalin's secret police. They have an agenda: They know what they want to write and, almost faute de mieux, they have to interview the mother. They need to lay down the foundation for a future understanding of Jesus, and this must include the conviction that he is the Son of God, and that his death saved the world. But Mary will have none of it. "I stood up from the chair and moved away from them, assaulted by their words. "'He died to redeem the world. . . . His death has freed mankind from darkness and from sin. . . . His suffering was necessary. . . . It was how mankind would be saved.' "'Saved?' I asked and raised my voice. 'Who has been saved?' "'Those who came before him and those who live now and those who are not yet born. . . .' "'Saved from death?' I asked. "'Saved for eternal life,' he said. 'Everyone in the world will know eternal life.' "'Oh, eternal life!' I replied. 'Oh, everyone in the world.'" The use and repetition of the word "oh" is masterly. Its casual diminishment of the larger words "eternal" and "everyone" is a perfect marker of the enormous gap between the mother and the writers. And Toibin the writer is at work to blast to smithereens some of the most treasured icons of the West. In his telling, Mary did not ask Jesus to turn water into wine at the wedding at Cana; she was, in fact, there only to urge him to come home, to keep himself from danger. Most important: she fled the site of the crucifixion before her son was actually dead. She was frightened, she tells us; she wanted to protect herself from the violence she knew would be unleashed. Her fear and desire for self-protection drowned her grief and sympathy for her son's fate. "The pain," she says, "was his and no¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿ mine." So much for the Pietà. So much for the "Stabat Mater." Unlike other writers who, in rendering the historical past, leave their poetic and image-making gifts at the door, Toibin is at his lyrical best in "The Testament of Mary." When she is remembering the crucifixion, at the insistence of her inquisitional Evangelists, what she wants to talk about is a man with a hawk in a cage and rabbits in a sack. The cage is too small for the hawk; the bird is angry and frustrated, and the man keeps feeding it rabbits, although "the bird did not seem to be hungry. . . . The cage became full of half-dead wholly uneaten rabbits. . . . Twitching with old bursts of life." Atmosphere is powerfully created; we share the bodily realities of events that, through repetition, have become almost generic and so, abstract. Fleeing the violence she fears, Mary sees stars as "leftover things confined to their place, their shining nothing more than a sort of pleading." As the guests wait for Jesus' appearance at the wedding at Cana there is "a hushed holding in of things." The tension preceding the crucifixion is chillingly evoked: "I knew that I was facing into something ferocious and exact." WE learn the psychological implications of events through the precise evocation of their physical manifestations: "There was a dark vacancy in the faces of some, and they wanted this vacancy filled with cruelty, with pain and with the sound of someone crying out." "Everybody's blood was filled with venom, a venom which came in the guise of energy, activity, shouting, laughing, roaring instructions as they paved the way for a grim procession to a hill beyond." With a poet's gift for imagery, Toibin describes the scene of the crucifixion: "It was like a marketplace, but more intense somehow, the act that was about to take place was going to make a profit for both seller and buyer." Very occasionally, an anachronistic slip-up can distract. Mary complains twice about ill-fitting "shoes" and speaks of someone seeing to her "bills." Now, it's certainly possible that people wore shoes and paid bills in first-century Roman Palestine, but it almost doesn't matter. This is a place where our associations - sandals and piles of coins versus shoes and bills - create doubts that hang in the air, like an annoying buzz. Or like a tiny pimple on an otherwise beautiful face. For "The Testament of Mary" is a beautiful and daring work. Originally performed as a one-woman show in Dublin, it takes its power from the surprises of its language, its almost shocking characterization, its austere refusal of consolation. The source of this mother's grief is as much the nature of humankind as the cruel fate of her own son. Her prayers are directed not to Yahweh but to Artemis, Greek not Jewish, chaste goddess of the hunt and of fertility, but no one's mother. Mary's final word on her son's life and death is the bleak declaration: "It was not worth it." Mary Gordon's most recent novel is "The Love of My Youth."

Copyright (c) The New York Times Company [November 11, 2012]

The Testament of Mary They appear more often now, both of them, and on every visit they seem more impatient with me and with the world. There is something hungry and rough in them, a brutality boiling in their blood, which I have seen before and can smell as an animal that is being hunted can smell. But I am not being hunted now. Not anymore. I am being cared for, and questioned softly, and watched. They think that I do not know the elaborate nature of their desires. But nothing escapes me now except sleep. Sleep escapes me. Maybe I am too old to sleep. Or there is nothing further to be gained from sleep. Maybe I do not need to dream, or need to rest. Maybe my eyes know that soon they will be closed for ever. I will stay awake if I have to. I will come down these stairs as the dawn breaks, as the dawn insinuates its rays of light into this room. I have my own reasons to watch and wait. Before the final rest comes this long awakening. And it is enough for me to know that it will end. They think I do not understand what is slowly growing in the world; they think I do not see the point of their questions and do not notice the cruel shadow of exasperation that comes hooded in their faces or hidden in their voices when I say something vague or foolish, something which leads us nowhere. When I seem not to remember what they think I must remember. They are too locked into their vast and insatiable needs and too dulled by the remnants of a terror we all felt then to have noticed that I remember everything. Memory fills my body as much as blood and bones. I like it that they feed me and pay for my clothes and protect me. And in return I will do for them what I can, but no more than that. Just as I cannot breathe the breath of another or help the heart of someone else to beat or their bones not to weaken or their flesh not to shrivel, I cannot say more than I can say. And I know how deeply this disturbs them and it would make me smile, this earnest need for foolish anecdotes or sharp, simple patterns in the story of what happened to us all, except that I have forgotten how to smile. I have no further need for smiling. Just as I had no further need for tears. There was a time when I thought that I had, in fact, no tears left, that I had used up my store of tears, but I am lucky that foolish thoughts like this never linger, are quickly replaced by what is true. There are always tears if you need them enough. It is the body that makes tears. I no longer need tears and that should be a relief, but I do not seek relief, merely solitude and some grim satisfaction which comes from the certainty that I will not say anything that is not true. Of the two men who come, one was there with us until the end. There were moments then when he was soft, ready to hold me and comfort me as he is ready now to scowl impatiently when the story I tell him does not stretch to whatever limits he has ordained. Yet I can see signs of that softness still and there are times when the glow in his eyes returns before he sighs and goes back to his work, writing out the letters one by one that make words he knows I cannot read, which recount what happened on the hill and the days before and the days that followed. I have asked him to read the words aloud to me but he will not. I know that he has written of things that neither he saw nor I saw. I know that he has also given shape to what I lived through and he witnessed, and that he has made sure that these words will matter, that they will be listened to. I remember too much; I am like the air on a calm day as it holds itself still, letting nothing escape. As the world holds its breath, I keep memory in. So when I told him about the rabbits I was not telling him something that I had half forgotten and merely remembered because of his insistent presence. The details of what I told him were with me all the years in the same way as my hands or my arms were with me. On that day, the day he wanted details of, the day he wanted me to go over and over for him, in the middle of everything that was confused, in the middle of all the terror and shrieking and the crying out, a man came close to me who had a cage with a huge angry bird trapped in it, the bird all sharp beak and indignant gaze; the wings could not stretch to their full width and this confinement seemed to make the bird frustrated and angry. It should have been flying, hunting, swooping on its prey. The man also carried a bag, which I gradually learned was almost half full of live rabbits, little bundles of fierce and terrorized energy. And during those hours on that hill, during the hours that went more slowly than any other hours, he plucked the rabbits one by one from the sack and edged them into the barely opened cage. The bird went for some part of their soft underbelly first, opening the rabbit up until its guts spilled out, and then of course its eyes. It is easy to talk about this now because it was a mild distraction from what was really going on, and it is easy to talk about it too because it made no sense. The bird did not seem to be hungry, although perhaps it suffered from a deep hunger that even the live flesh of writhing rabbits could not satisfy. The cage became half full of half-dead, wholly uneaten rabbits exuding strange squealing sounds. Twitching with old bursts of life. And the man's face was all bright with energy, there was a glow from him, as he looked at the cage and then at the scene around him, almost smiling with dark delight, the sack not yet empty. • • • By that time we had spoken of other things, including the men who played with dice close to where the crosses were; they played for his clothes and other possessions, or for no special reason. One of these men I feared as much as the strangler who arrived later. This first man was the one among all those who came and went during the day who was most alert to me, most menacing, the one who seemed most likely to want to know where I would go when it was over, the one most likely to be sent to bring me back. This man who followed me with his eyes seemed to work for the group of men with horses, who sometimes appeared to be watching from the side. If anyone knows what happened that day and why, then it is this man who played with dice. It might be easier if I said that he comes in dreams but he does not, nor does he haunt me as other things, or other faces, haunt me. He was there, that is all I have to say about him, and he watched me and he knew me, and if now, after all these years, he were to arrive at this door with his eyes narrowed against the light and his sandy-coloured hair gone grey and his hands still too big for his body, and his air of knowledge and self-possession and calm, controlling cruelty, and with the strangler grinning viciously behind him, I would not be surprised. But I would not last long in their company. Just as my two friends who visit are looking for my voice, my witness, this man who played dice, and the strangler, or others like them, must be looking for my silence. I will know them if they come and it should hardly matter now, since the days left are few, but I remain, in my waking time, desperately afraid of them. Compared to them, the man with the rabbits and the hawk was oddly harmless; he was cruel, but uselessly so. His urges were easy to satisfy. Nobody paid any attention to him except me, and I did because I, perhaps alone of those who were there, paid attention to every single thing that moved in case I might be able to find someone among those men with whom I could plead. And also so that I could know what they might want from us when it was over, and more than anything else so that I could distract myself, even for a single second, from the fierce catastrophe of what was happening. They have no interest in my fear and the fear all those around me felt, the sense that there were men waiting who had been told to round us up too when we sought to move away, that there seemed no possibility that we would not be held. The second one who comes has a different way of making his presence felt. There is nothing gentle about him. He is impatient, bored and in control of things. He writes too, but with greater speed than the other, frowning, nodding in approval at his own words. He is easy to irritate. I can annoy him just by moving across the room to fetch a dish. It is hard to resist the temptation sometimes to speak to him although I know that my very voice fills him with suspicion, or something close to disgust. But he, like his colleague, must listen to me, that is what he is here for. He has no choice. I told him before he departed that all my life when I have seen more than two men together I have seen foolishness and I have seen cruelty, but it is foolishness that I have noticed first. He was waiting for me to tell him something else and he sat opposite me, his patience slowly ebbing away, as I refused to return to the subject of his desires: the day our son was lost and how we found him and what was said. I cannot say the name, it will not come, something will break in me if I say the name. So we call him "him," "my son," "our son," "the one who was here," "your friend," "the one you are interested in." Maybe before I die I will say the name or manage on one of those nights to whisper it but I do not think so. He gathered around him, I said, a group of misfits, who were only children like himself, or men without fathers, or men who could not look a woman in the eye. Men who were seen smiling to themselves, or who had grown old when they were still young. Not one of you was normal, I said, and I watched him push his plate of half-eaten food towards me as though he were a child in a tantrum. Yes, misfits, I said. My son gathered misfits, although he himself, despite everything, was not a misfit, he could have done anything, he could have been quiet even, he had that capacity also, the one that is the rarest, he could have spent time alone with ease, he could look at a woman as though she were his equal, and he was grateful, good-mannered, intelligent. And he used all of it, I said, so he could lead a group of men who trusted him from place to place. I have no time for misfits, I said, but if you put two of you together you will get not only foolishness and the usual cruelty but you will also get a desperate need for something else. Gather together misfits, I said, pushing the plate back towards him, and you will get anything at all--fearlessness, ambition, anything--and before it dissolves or it grows, it will lead to what I saw and what I live with now. Excerpted from The Testament of Mary by Colm Tóibín All rights reserved by the original copyright owners. Excerpts are provided for display purposes only and may not be reproduced, reprinted or distributed without the written permission of the publisher.