206 bones

Review by New York Times Review

Readers who can't get enough of Maisie Dobbs, the intrepid World War I battlefield nurse in Jacqueline Winspear's novels, or Hester Latterly, who saw action in the Crimean War in a series of novels by Anne Perry, are bound to be caught up in the adventures of Bess Crawford, the courageous British army nurse introduced by Charles Todd in A DUTY TO THE DEAD (Morrow/HarperCollins, $24.99). The strong-willed and self-determined daughter of a retired colonel, Bess shows her mettle when the hospital ship she's serving on hits a German mine and goes down off the coast of Greece in the fall of 1916. Recovering at home with a badly broken arm, Bess is reminded of the promise she made to a dying soldier named Arthur Graham, who begged her to deliver an urgent message to his brother. ("Tell Jonathan that I lied," he instructed her. "I did it for Mother's sake. But it has to be set right.") Honorbound, Bess makes her way to the Kent countryside, described in precise period detail with a lovely touch of rue for its never-to-be-recovered way of life. Here the story takes on Gothic intonations as Bess discovers that the Graham family has no intention of righting any past wrongs, especially those pertaining to the eldest son, who has been locked up in an asylum for killing a maid when he was 14. Bess is made of sterner stuff than Ian Rutledge, the shell-shocked Scotland Yard inspector in the World War I series for which the mother-and-son team who write as Charles Todd is primarily known. But while her sensibility is as crisp as her narrative voice, Bess is a compassionate nurse who responds with feeling when asked to care for a traumatized veteran who has been callously shunned as a coward and a menace by the villagers. "It isn't madness," she insists. "Shell shock is an affliction of the brain." However cogently argued, her plea for the humane treatment of troubled minds seems all the more hopeless when applied to the eldest Graham son, who escapes from the madhouse and forces Bess to help him solve the mysteries of his traumatic past. Neither as tradition-bound as Hester Latterly, her 19th-century predecessor, nor as enlightened as Maisie Dobbs, who was a student of Freudian psychology, Todd's heroine is a new woman - and her own woman. Pragmatic in the face of danger, she takes a brave stand on behalf of the mentally wounded, their suffering worsened by the isolation imposed on them through the fear and ignorance of the people who once loved them. In the process, she becomes the champion of all those lost and forgotten in war. The Yanks don't do war like the Brits, and James R. Benn's World War II mysteries are a case in point. In the first three novels in this lively (and surprisingly thoughtful) adventure series, Benn's hero, Lt. Billy Boyle, a rookie Irish cop from South Boston, was still a "rosy-cheeked youth" under the protection of his distant relative, "Uncle Ike," who sent him on exciting secret missions where he made exotic friends. It was dangerous, but it was also a lot of fun. Billy is still the charmer in EVIL FOR EVIL (Soho, $25), which lands him in a United States Army arms depot in Northern Ireland, investigating the theft of a shipment of 50 high-powered rifles. But war can take the romance out of boyish ideals, and Billy's loyalties to his ancestral sod are tested when he finds himself working with British and Ulster authorities on a tip that the I.R.A. stole the weapons, possibly with German help. Characters as distinctive as their finetuned slang walk Billy through the thickets of this treacherous political landscape. Only when he's made peace with his conflicted soul ("I felt guilty, wishing God hadn't given me the sense to see two sides of a thing"), can he recognize this divided country for what it is: home. After turning out some funny books about the perils of life in suburbia, Linwood Barclay jumped the fence and started writing with dead seriousness on the same subject. Upping the suspense quotient in fear the WORST (Bantam, $24), he draws us into the private nightmar ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿ ¿¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿ ¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿ ¿¿¿¿ ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿

Copyright (c) The New York Times Company [October 27, 2009]

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Review by Publisher's Weekly Review

At the start of bestseller Reichs's outstanding 12th thriller to feature Dr. Temperance Brennan (after Devil Bones), Brennan finds herself bound and injured in an underground tomb. In flashbacks, Reichs fills in the how and why of the forensic anthropologist's deadly predicament. When Brennan and Andrew Ryan of the Surete du Quebec arrive in Chicago on business, she's accused of botching the autopsy of Rose Jurmain, a Canadian heiress. Knowing only that an anonymous caller instigated the investigation, Brennan is determined to uncover who's out to sabotage her. Back in her Montreal lab, Brennan soon realizes that not only is Jurmain's death possibly linked to the brutal murders of other elderly women but that whoever is out to tarnish her reputation refuses to back off. With her usual blend of cutting-edge forensic science and a stubborn, compelling heroine, Reichs manages to juggle several story lines without losing an ounce of momentum. (Aug.) (c) Copyright PWxyz, LLC. All rights reserved

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Review by Library Journal Review

Awaking bound in an underground tunnel, forensic anthropologist Temperance "Tempe" Brennan struggles to put together the events leading up to her abduction. She remembers accompanying her ex-husband, Montreal detective Andrew Ryan, to Chicago to check out a cold case-where she learned that someone has accused her of bungling her initial postmortem. Professional feathers ruffled, Tempe returns to Quebec to clear her name. Her fellow examiners are also on edge as a new pathologist displays an unerring ability to find errors in their work. Verdict This 12th forensic thriller in the series (after Devil Bones) will delight fans of medical mysteries by Patricia Cornwell and Tess Gerritsen. Reichs is a forensic anthropologist, and she's a heck of a lot of fun to read. Highly recommended. [See Prepub Alert, LJ 4/1/09.]-Karen Kleckner, Deerfield P.L., IL (c) Copyright 2010. Library Journals LLC, a wholly owned subsidiary of Media Source, Inc. No redistribution permitted.

(c) Copyright Library Journals LLC, a wholly owned subsidiary of Media Source, Inc. No redistribution permitted.

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Review by Kirkus Book Review

Dr. Temperance Brennan unaccountably begins making mistakes. Could the Cook County forensic anthropologist really have misidentified a murder as accidental death? An anonymous tipster insists on it to the deceased person's well-connected relative, which sends Tempe up to Quebec where the body was originally found. The death now seems tied to the fates of three other elderly women, all of whom perished violently. Det. Andy Ryan, Tempe's on-again/off-again boyfriend, tries to help, but her new lab tech is surly and uncooperative, and the lab's latest hotshot is quick to point out her failings, which include an overlooked bullet track, phalanges gone missing and no notice of telltale tetracycline staining on the teeth. Eventually, Tempe realizes that her competence isn't slipping; she is being sabotaged. Six cases will come into question, and her lab status will be thoroughly compromised before she almost succumbs to an abduction that leaves her trussed up and helpless in an old military burial ground. Nearly as many plots as there are bones in the body, some to please medical pedants, some to appease ghouls, and some to show off the smart-mouth repartee Tempe (Devil Bones, 2008, etc.) has been indulging in since she got her own TV series on Fox. Copyright Kirkus Reviews, used with permission.

Copyright (c) Kirkus Reviews, used with permission.

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206 Bones 1 COLD. Numb. Confused. I opened my eyes. To dark. Black as arctic winter. Am I dead? Obeying some limbic command, I inhaled deeply. Smells registered in my brain. Mold. Musty earth. Something organic, hinting at the passage of time. Was this hell? A tomb? I listened. Silence. Impenetrable. But no. There were sounds. Air moving through my nostrils. Blood pounding in my ears. Corpses don't breathe. Dead hearts don't beat. Other sensations intruded. Hardness below me. Burning on the right side of my face. I raised my head. Bitter bile flooded my mouth. I shifted my hips to relieve pressure on my twisted neck. Pain exploded up my left leg. A groan shattered the stillness. Instinctively, my body went fetal. The pounding gained volume. I lay curled, listening to the rhythm of my fear. Then, recognition. The sound had come from my own throat. I feel pain. I react. I am alive. But where? Spitting bile, I tried reaching out. Felt resistance. Realized my wrists were bound. I flexed a knee toward my chest, testing. My feet rose as one. My wrists dropped. I tried a second time, harder. Neurons again fired up my leg. Stifling another cry, I struggled to force order onto my addled thinking. I'd been bound, hands to feet, and abandoned. Where? When? By whom? Why? A memory search for recent events came up empty. No. The void in recollection was longer than that. I remembered picnicking with my daughter, Katy. But that was summer. The frigid temperature now suggested that it must be winter. Sadness. A last farewell to Andrew Ryan. That was October. Had I seen him again? A bright red sweater at Christmas. This Christmas? I had no idea. Disoriented, I groped for any detail from the past few days. Nothing stayed in focus. Vague impressions lacking rational form or sequence appeared and faded. A figure emerging from shadow. Man or woman? Anger. Shouting. About what? At whom? Melting snow. Light winking off glass. The dark maw of a cracked door. Dilated vessels pounded inside my skull. Hard as I tried, I could not evoke recollection from my semiconscious mind. Had I been drugged? Suffered a blow to the head? How bad was my leg? If I managed to free myself, could I walk? Crawl? My hands were numb, my fingers useless. I tried tugging my wrists outward. Felt no give in my bindings. Tears of frustration burned the backs of my lids. No crying! Clamping my jaw, I rolled to my back, raised my feet, and jerked my ankles apart. Flames roared up my left lower limb. Then I knew nothing. I awoke. Moments later? Hours? No way to tell. My mouth felt drier, my lips more parched. The pain in my leg had receded to a dull ache. Though I gave my pupils time, they took in nothing. How could they adjust? The dense blackness offered not a sliver of light. The same questions flooded back. Where? Why? Who? Clearly, I'd been abducted. To be the victim in some sick game? To be removed as a threat? The thought triggered my first clear memory. An autopsy photo. A corpse, charred and twisted, jaws agape in a final agonal scream. Then a kaleidoscope sequence, image chasing image. Two morgues. Two autopsy rooms. Name plaques marking two labs. Temperance Brennan, Forensic Anthropologist. Temperance Brennan, Anthropologue Judiciaire. Was I in Charlotte? Montreal? Far too cold for North Carolina. Even in winter. Was it winter? Was I in Quebec? Had I been grabbed at home? On the street? In my car? Outside the Édifice Wilfrid-Derome? Inside the lab? Was my captor a random predator and I a random victim? Had I been targeted because of who I am? Revenge sought by a former accused? By a conspiracy-theorist next of kin? What case had I last been working? Dear God, could it really be so cold? So dark? So still? Why that smell, so disturbingly familiar? As before, I tried wriggling my hands. My feet. To no avail. I was hog-tied, unable even to sit. "Help! I'm here! Someone! Help me!" Over and over I called out until my throat grew raw. "Anyone! Please!" My pleas went unanswered. Panic threatened to overwhelm me. You will not die helpless! Trembling from cold and fear, and frantic to see, I shifted to my back and started bucking my hips, stretching my hands upward as far as possible, oblivious to the agony in my leg. One thrust. Two. Three. My fingertips scraped hardness little more than a foot above my face. I lunged again. Made contact. Sediment cascaded into my eyes and mouth. Spitting and blinking, I rolled onto my right side and shoved backward with one arm and both feet. The rough ground abraded the skin on my elbow and heels. One ankle screamed in protest. I didn't care. I had to move. Had to get out. I'd advanced a very short distance when I encountered a wall. Rectangular contours surrounded by mortar. Brick. Heart hammering, I rolled to my other side and inched in the opposite direction. Again, I soon hit a wall. Adrenaline flooded my body as terror piggybacked onto terror. My gut curdled. My lungs drew great heaving breaths. My prison was no more than thirty inches high and six feet wide! Its length didn't matter. Already I felt the walls pressing in. I lost control. Scooching forward, I began yelling and beating the brick with my fists. Tears streamed down my cheeks. Over and over I called out, hoping to attract the attention of a passerby. A worker. A dog. Anyone. When my knuckles grew raw I attacked with the heels of my hands. When I could no longer flail with my arms, I rolled and lashed out with my feet. Pain ripped from my ankle. Too much pain. My calls for help morphed into agonized moans. Defeated, I fell back, panting, sweat cooling on my icy flesh. A parade of faces marched through my mind. Katy. Ryan. My sister, Harry. My cat, Birdie. My ex-husband, Pete. Would I never see them again? Great heaving sobs racked my chest. Perhaps I lost consciousness. Perhaps not. My next awareness was of sound. A noise outside my body. Not of my making. I froze. Tick. Tick. Tick. Tick. Tick. A cerebral crack opened. Memory slipped through. Excerpted from 206 Bones by Kathy Reichs All rights reserved by the original copyright owners. Excerpts are provided for display purposes only and may not be reproduced, reprinted or distributed without the written permission of the publisher.

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